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Una alta funcionaria de asuntos políticos de las Naciones Unidas describe cómo el sacrificio de sus colegas que murieron en el atentado perpetrado en 2003 contra las oficinas de la ONU en el Hotel Canal de Bagdad, en Irak, ha sido reconocido por la presencia continua de la ONU en el país.
Elpida Rouka acompañaba al director ejecutivo de la Oficina del Programa para Iraq en una misión en Bagdad y sobrevivió a la mortal explosión en la que murieron 22 de sus colegas de la ONU.
El atentado del 19 de agosto se conmemora anualmente con el Día Mundial de la Asistencia Humanitaria.
«En ese entonces era yo una joven de 25 años, de ojos brillantes y cabello tupido, que llevaba escasamente dos años en la ONU. Prácticamente tuve que convencer al director ejecutivo del Programa de Iraq para que me llevara en aquella misión de agosto a Bagdad. Era una ingenua sobre el funcionamiento del mundo, que no siempre se muestra bonito, y sobre el papel de la organización en él.
Aparte del coste personal, sufrí de trastorno de estrés postraumático latente que se manifestó años después, y aprendí del coste personal para otros, aún no me había dado cuenta de lo que este evento le costó a la organización. Bagdad lo cambió todo para la ONU: cómo hacemos las cosas, quiénes somos, lo que el mundo piensa de nosotros, lo que nosotros pensamos de nosotros mismos.
No podía comprender por qué el ahora difunto Secretario General Kofi Annan no ordenó la salida de la ONU de Iraq; años más tarde, cuando trabajé en su Gabinete, hice las paces con él. Incluso yo misma volví a Iraq cuatro años después, no como trabajadora humanitaria, sino como parte de una misión política, una especie de continuación de lo que Sérgio Vieira de Mello, el representante especial de la ONU en Iraq, que murió en el ataque, y su equipo habían comenzado aquel fatídico verano. Por fin, había abrazado «conscientemente» el azul de la ONU.
La ONU como objetivo terrorista
Lo que sucedió en el Hotel Canal será siempre un recordatorio, aunque trágico, de lo que representa o debe representar la bandera azul de la ONU, que por primera vez se convirtió en un blanco directo de un atentado terrorista.
Ahora tengo más o menos la edad que tendrían muchos de los que perdimos aquel día. Ellos encarnaban el espíritu de esa bandera: desafiar el riesgo, elevarse por encima de la política, hablar en nombre de aquellos cuyas voces son silenciadas, decirle la verdad al poder, desafiar a los grupos más poderosos cuando se equivocan, luchar contra viento y marea, y volver a intentarlo.
Ellos y todos los demás cuyas vidas se han perdido y seguimos perdiendo en demasiados conflictos en los que no hemos conseguido la paz, continuarán sirviéndonos como brújula para corregir el rumbo, en caso de que olvidemos que el juramento del cargo incluye el preámbulo de la Carta de la ONU: Nosotros, los pueblos (resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra…).
Después de varias misiones (Iraq, Afganistán, Palestina, Siria) y algunas cicatrices físicas y emocionales, sigo cargando mi salvoconducto de las Naciones Unidas de aquel agosto de 2003, chamuscado y destrozado, para recordármelo.
La naturaleza cambiante de los conflictos
Es difícil saber si 20 años después, el Hotel Canal tiene algún significado para el mundo exterior o incluso para las generaciones más jóvenes de funcionarios internacionales, o si este se limita a los supervivientes de aquel día. En muchos sentidos, la naturaleza de los conflictos y la participación de la ONU en ellos ha cambiado considerablemente en dos décadas, con operaciones de paz modernas en escenarios multipolares cada vez más complejos, cambiantes y de alto riesgo, en los que participan actores no estatales y extremistas violentos; la asimetría en el uso de la fuerza; la propagación del conflicto más allá de las fronteras; los efectos colaterales de las grandes potencias y el consiguiente aumento de la desconfianza mundial.
Ahora lo normal suele ser operar detrás de barreras protectoras de concreto que rodean las instalaciones de la ONU en los países afectados por conflictos, ubicadas sobre recintos fortificados con sacos de arena, usando vehículos blindados y equipos de protección individual y recelosos de una exposición prolongada a la población local.
Al mismo tiempo, la organización se enfrenta al reto de rendir cuentas ante los suyos y ante aquellos a quienes sirve. Todavía tenemos muchas lecciones que aprender de lo sucedido en el Hotel Canal para que nuestras misiones estén plenamente preparadas para lo peor, para que nuestro personal sea consciente de la complejidad de los lugares a donde nos movilizan, y para que nuestros líderes sepan comunicar con claridad lo que estamos haciendo allí.
Lo mismo cabe decir de los Estados, que a veces nos plantean mandatos imposibles. Sin embargo, la respuesta de la ONU en el Hotel Canal fue acertada en un aspecto importante: la
ONU no abandonó a los iraquíes aquel día y, al hacerlo, reconoció el sacrificio de aquellos que perdieron la vida en la búsqueda de la verdad; aquellos que siguen siendo una brújula moral».